En aquella silla se hallaba depositados una rosa roja y un pequeño libro del mismo color.
Las lágrimas de Christelle no borraron su sonrisa.
Ante sí tenía la prueba de que aquella noche él había estado allí, siendo testigo de la culminación de su gran obra, contemplando el triunfo final de una vida marcada por el dolor y el rechazo. Se le había condenado desde que nació, y sin embargo, había perdonado a la humanidad regalándole lo más preciado para él: su música.
SANDRA ANDRÉS BELENGUER, El violín negro