Tras comprobar la tensión del cordaje y la largura del arco, se colocó el violín en posición y emitió unas leves notas. El instrumento estaba perfectamente afinado.
Miró a los ojos del anciano que parecía estar escrutándolo y comenzó a tocar con la maestría que le era inherente, como si le poseyera un don especial en sus manos.
La vivaz música invadió apasionadamente la estancia con un frenesí desbocado, pero con una armonía y una ejecución tan perfectas como nunca había escuchado el maestro Di Lorenzo.
Fueron unos minutos maravillosos en los que el violín pareció cobrar vida propia por la destreza de aquellos huesudos dedos, que saltaban hábilmente de una cuerda a otra mientras el arco extraía de ellas un abanico de bellas notas extraordinariamente conjuntadas.
SANDRA ANDRÉS BELENGUER, El violín negro